viernes, 5 de marzo de 2010

Experiencias en el museo

Representación de la crítica


Al salir del trabajo decidí sobre la marcha ir a visitar un museo. Todos sabemos lo que ocurre en los museos cuando acudimos a ellos después de una larga jornada de trabajo y con la ropa sucia. Al caminar por la calle, de camino al museo, veo el mundo de los semáforos y los atascos como el significado involuntario de esta vida urbana sin pretensión de significar nada, buscar una cierta armonía perdida, ese es uno de los motivos que normalmente me inducen a transitar un museo. Y esta vez, como otras tantas, fui a ver que realidad construía un artista en busca de la armonía que sugiere el equilibrio de las formas y sus significados.
Sin darme cuenta este pensamiento se vio paralizado por la imponente entrada al museo, había llegado hasta allí en una relación horizontal con las cosas hasta que al bajar por las escaleras automáticas que me llevaban a la performance todo pareció adquirir un tono un tanto más serio y el edificio se jerarquizaba ante mis pasos solemnizando volúmenes con medidas demasiado serias como para pretender seguir manteniendo por mi parte una relación horizontal con las cosas.
Una vez dentro y con mi nueva y absurda posición sumisa a las reglas establecidas por la sacralidad de las formas, homogéneas y hegemónicas, de aquel lugar, me decidí a buscar entre sus grandes salas la que pertenecía al encuentro al que acudía. Lo reconocí casi enseguida al fondo del vestíbulo principal por el cúmulo de personas que esperaban afuera y por la mirada que ejercían sobre mi ropa manchada por el trabajo como significante no reconocido en los lugares de culto. Una vez superada mi vulnerabilidad a los juicios gracias al objetivo final, me introduje en la sala y guardé silencio hasta que los artistas se encajaban a la escena.
La performance estaba respaldada por un espacio repleto de aparatos electrónicos donde se situó el que parecía el artista principal, sobre todo se notaba por la posición de su cabeza respecto al resto del cuerpo y por el lugar desde donde alzaba la mirada hacia el público que le esperaba, un lugar que no corresponde exactamente al de la complicidad. Al otro lado, con una postura mucho menos erguida y una mirada perdida en el suelo, como tratándose de un gesto que otorgaba la hegemonía artística a la otra persona, se situaba un músico con una frágil guitarra de madera y un micrófono que le amenazaba con amplificar sus rústicos signos musicales.
Las primeras notas que provenían de las cuerdas, rasgadas con delicadeza y oficio, me transportaron por instantes a un lugar en el que se desatascaban los problemas del tráfico y los semáforos comenzaban a ser flexibles, pero la “obra” no había comenzado, lo noté en el preciso instante en el que esas notas simples y repetitivas, pero a la vez cálidas notas, comenzaban a convertirse en sonidos más o menos reconocibles como ondas eléctricas. Lo que estaba llevando a cabo el artista hegemónico, que daba el “verdadero” sentido a la obra, era una variación de la señal armónica original para convertirla en un sonido más identificable con la “verdad” de nuestros días, con todo aquello que nos hiciera resurgir el recuerdo del significado involuntario en el que vivimos.
El poder que el artista hegemónico nos había usurpado se hizo más patente al recordarnos, sin ninguna complicidad y con forma de pieza crítica posmoderna, nuestra “verdadera” condición de ser el resultado de esta vida urbana sin pretensión de significar nada. O diciéndolo de otra manera, la “representación de una casualidad” que nos impuso como identidad el artista se vio más clara cuando comenzaron a aparecer una serie de imágenes de personas desalmadas, pálidas y sin expresión, que al entrar en contraste con las interferencias musicales nos servían como espejo de nosotros mismos, eso sí, un espejo que no reflejaba al artista que nos representaba, inmune y omnipresente tras su parapeto electrónico.
Tras la obviedad de que aquella creación no me interesaba recliné la mirada para observar la reacción de mis compañeros y en busca de alguna complicidad crítica. Lo que encontré en sus rostros fue una afirmación de Barthes: Lo que el público reclama es la imagen de la crítica, no la crítica misma. Esto me recordaba a la cuestión política, es cierto que mayoritariamente preferimos ser público de la representación política del show de los partidos con siglas que ser sujetos políticos, esa oportunidad no reglada de tomar partido en los gestos importantes del día a día que enriquecen nuestras vidas, poco valorados pero infinitamente más nuestros. Pero bueno, parecía que nadie se disponía a ejercer su libertad de posicionamiento y preferían la representación de las miserias que no nos dejan capacidad de acción ni de decisión.
Al volver a mi posición de espectador y observar que mi rechazo hacia aquella representación no era compartida observé que ahora las imágenes que acompañaban los sonidos alienados consistían en un seguimiento por las cadenas de despiece de una fábrica de torturar animales para nuestro alimento. Me pareció suficiente para levantarme en la oscuridad, en contra de la reglas impuestas y decidir rescatar a Barthes para que me acompañara a la salida, único lugar que parecía indicar aquella obra y que por el contrario me “denunciaría”, por regla de neutralización selectiva, como profano en el análisis crítico del arte. La regla no constituye de ningún modo una constricción real, sino la apariencia convencional de la formalidad. Escuchando ese pensamiento de Barthes ya estaba afuera y me senté frente a las solemnes formas del museo para reflexionar sobre aquella situación que había vivido. No podía entender cómo en las mismas entrañas de la sacralidad del arte existía ese vaciamiento de la interioridad en provecho de sus signos exteriores, ese agotamiento de contenido por la forma, con el que nos invaden las personas con la cabeza en una posición desproporcionada respecto a su cuerpo y de quienes los hegemonizan sucumbiendo a la “verdad” de su representación. Volvieron todas mis vulnerabilidades mientras me sentía Otro sin más justificación que mi análisis. Me fumé un cigarro y dejé de pensar, el trabajo me había agotado el cuerpo y el arte que representaba la “verdad” de mi mediocre existencia me había agotado el cerebro. Dejé que lo demás sucediera con la “naturalidad” de una representación, el artista salió de su actuación seguido por un séquito de personas que le indicaban el camino, entre ellos se encontraban varios fotógrafos que, una vez ya fuera, le hacían posar con las formas del museo a sus espaldas mientras él sonreía y recibía felicitaciones. Me imaginaba las fotos al día siguiente en la prensa representando el poder que otorga la jerarquía de un museo cuando se encuentra a las espaldas, respaldando, al artista hegemónico que nos ha mostrado nuestra “verdadera” condición de representaciones de la casualidad que ha llevado nuestra cultura a la crisis. Pero lo no representado, lo Otro, el verdadero contenido de aquel momento, en el que me tomé la libertad de ser sujeto activo y superviviente crítico, era que un hombre cansado por el trabajo estaba observando, desde afuera, una representación de la “verdad” que le había hecho buscar una salida, y ésta salida era precisamente la del museo. Una vez en la mundana realidad encontré una mirada entre el bullicio que no tenía que ver con la representación por casualidad en la que desfilan desalmados y vacas despiezadas, parecíamos estar de acuerdo en buscar un rincón donde aún se pueda Vivir. Aunque no tenga ningún valor de mercado ni respaldo de solemnes formas artificiales de poder.



Crítica de la representación


Al salir del trabajo decidí sobre la marcha ir a visitar un museo. Todos sabemos lo que ocurre en los museos cuando acudimos a ellos después de una larga jornada de trabajo y con la ropa sucia. Ésta vez habían varios grupos de danza que se iban alternando con piezas cortas distribuidas por el espacio del museo. Una vez superada la entrada a las formas que se jerarquizan respecto a la medida humana, me quedaba tomar la decisión de introducirme hasta las salas más internas del museo, que seguramente era donde ocurrirían las obras con más calidad, o quedarme cerca de la puerta por si tuviera que salir corriendo, como tantas otras veces me había ocurrido. Elegí la segunda opción, soy demasiado vulnerable todavía y los juicios despiadados a mis huidas en medio de la representación todavía afectan a la seguridad de mi pensamiento crítico, además cerca de la puerta puedo fumar y aunque parezca una tontería, ese pequeño gesto me permite utilizar mi libertad de comportarme respecto a mis deseos y no respecto a las prohibiciones que lo neutralizan. Fumar no es un gesto político, pero quedarme en la puerta sí lo es. Así que allí comencé a observar lo que sucedía en las solemnes paredes exteriores del museo.
En ese momento había un grupo que utilizaba la pared que daba al exterior como escenario, ante la blancura agigantada de una forma que parecía aplastarnos, los bailarines, vestidos de negro y en contraposición con la pared, subían y bajaban mientras sus cuerpos iban adoptando formas en exagerados movimientos rítmicos con signos externos que se acercaban más a la pantomima que a una representación de interioridad.
Pero yo estaba allí por casualidad y como lo que estaba viendo no me acababa de entusiasmar decidí pensar un poco en lo que estaba viendo. La danza es uno de esos refugios en que algunos creadores se instalan por la seguridad que aporta el hecho de creer que el simple motivo que mueve a la danza, su “verdad”, es la forma del movimiento, sin más, formas en equilibrio sin necesidad de significar nada. Está claro que cuando vamos a ver danza no vamos a comprender nada, dicen desde su refugio, pero lo que no está tan claro es si Schopenhauer tenía razón cuando decía que es en los pequeños gestos donde se puede ver los rasgos de la interioridad de una persona. Yo creo que sí la tenía y creo que mi intuición de que tras aquellos gestos no había nada más que la forma como fin, me acercaba como evidencia que en la danza, el gesto es el que nos debe transportar a la interioridad de la persona que lo ejerce, no es suficiente un signo exterior que representa un movimiento, vamos a ver un movimiento como significante de la interioridad vital del bailarín, buscamos el significado de la vida encarnado en una singularidad donde nos podamos ver reflejados y sentirnos cómplices de lo humano.
Me di cuenta que había sido productivo lo que estaba pensando cuando los aplausos anunciaban el fin de la representación de las formas y en una fantasía egocéntrica decidí remitirlos hacía el pensamiento que en mí concluía con la crítica de su representación. Éste gesto no era constructivo para mí interioridad pero si que era muy divertido, saber reírse de uno mismo a veces también es política.
El día seguía y parecía que ahora le tocaba el turno a otra representación que estaba localizada inmediatamente detrás de la puerta, en el interior del museo. Al tratarse de un enclave en el que la huída no sería difícil decidí traspasar la puerta hacía dentro. Una música comenzó a sonar. Se trataba de una melodía tradicional sufí, interpretada con instrumentos clásicos que eran acompañados en un equilibrio conseguido por una base electrónica que me trasladaba a una realidad actual respecto a la representación por casualidad de la que formamos parte, incluidos nuestros inventos tecnológicos, pero que acompañada de las raíces, a las que me transportaba aquellos instrumentos clásicos, me resultaba una representación inmensamente humana.
En un momento apareció un hombre de gesto suave vestido con un faldón largo que llegaba hasta el suelo, era una evolución de la vestimenta tradicional sufí utilizada en su danza (“hadra” ) que comenzó a representar el hombre atrayendo el centro de atención del público. La forma principal de esta danza consistía en rotaciones uniformes sobre el mismo eje del centro del bailarín, que comenzó a ejercer con una total presencia (“hudur”) ante las cada vez más atónitas miradas del público, ya que se trataba de un festival “contemporáneo”. Tenía algo aquel movimiento que costaba de descifrar en su forma más tradicional, mirado desde la forma no había más que un hombre girando sobre su propio eje y sin pretensiones de mostrar ningún tipo de signos externos que nos llevaran a la imagen de una representación, había demasiada sinceridad (“ijlas”) en aquel movimiento, aunque su forma tradicional y por tanto alejada de mi cultura no me permitía sentirme identificado más allá del exotismo que me provocaba aquella imagen. Pero aquel movimiento sin exagerados signos externos y un buen trabajo interior de atención (“muraqaba”) conseguía seducir a mi mirada. Una vez posicionado en el lugar de observador de otra realidad y en cierta manera cómplice del Otro, el bailarín comenzó a modificar su movimiento rítmico y uniforme para comenzar a mostrar una serie de significantes, sin dejar de dar vueltas sobre su propio eje, que si me remitían a una realidad de la que formaba parte. Fue entonces cuando comenzó a seducir también a mi interés por el arte. Esos signos externos dentro del contexto de la “hadra” tradicional estaban representados en forma de movimientos “contemporáneos” a través de los cuales se iba deshaciendo de las diferentes capas del faldón hasta llegar a ser un hombre sin la protección que le permite la tradición. Éstos gestos me significaban directamente la representación por casualidad de la que formamos parte en las ciudades con sus formas arbitrarias y comencé a mirar la obra desde una complicidad en la que la “ijlas” del significado me devolvía mi condición de ser vulnerablemente humano en el contexto posmoderno. Entonces me di cuenta de que mi capacidad crítica era una herramienta para diferenciar el arte que me lleva a la vida; del arte que me quiere convencer, desde su hegemonía, de mi propia muerte.
Dejó de sonar la música mientras la inercia del giro iba perdiendo velocidad hasta quedarse detenido, el público rompió en unos sonoros aplausos que parecían ir más allá del mero signo externo que le damos a nuestro reconocimiento, esta vez eran unos sonidos emitidos con la rabia del golpe, que significaban por su fuerza, la complicidad inmanente al reconocer al Otro tan vulnerablemente humano como nosotros, al reconocernos.
El gesto del artista ante la respuesta sonora, su salida, era mirar al cielo y a la tierra desapareciendo como objeto de los aplausos y convirtiéndose, de manera cómplice con el público, en sujeto de la vida que le ofrecen sus creencias. Actitud ampliamente Viva y que ya no necesitaba la palabra política.
Cuando aparecieron los siguientes artistas, vestidos con trajes futuristas y dispuestos ordenadamente a desarrollar su pantomima de gestos externos con dudosos significados, decidí quedarme reflexionando sobre lo que había visto y compartido antes, el Otro trascendiendo su propia representación. La complicidad que había despertado en mi aquella obra me acompañó a la puerta de la calle para darle espacio vital a mi crítica (“muraqaba”). Debía elaborar lo que de aquella verdad quedaba en mí con dedicación y silencio.