sábado, 24 de enero de 2009

METRO

MIEDO POR UN GESTO DE VIDA
Subo al metro tras un satisfactorio día de trabajo artístico. Todos sabemos lo que ocurre en el metro de una gran ciudad. Los viajantes más cerca que nunca de sus compañeros de trayecto buscan la manera de situarse en el lugar más alejado, en el lugar de la ignorancia del otro viajero como sujeto. Estamos casi rozándonos pero recreamos la idea de que esa persona tan próxima no existe, no está allí. Para conseguir tal objetivo tenemos las herramientas a nuestra disposición, una de las técnicas más usadas es la de buscar un punto muerto hacia donde dirigir la mirada, uno de esos lugares que se caracterizan porque no sucede absolutamente nada, a veces consiste en unos cables que pasan a la velocidad del vagón y que se dejan entrever en la oscuridad del túnel, otras es el ángulo muerto he inerte que se crea en el momento que el sillón del pasajero de enfrente conecta con el suelo, otra consiste en lanzar la mirada por encima de las cabezas y ejercer un pequeño cambio de foco visual para que nada de lo que existe en el interior del vagón consiga focalizar nuestro pensamiento y otras tantas como individuos existen, en el metro cada cual busca su manera de no entablar relación directa con los compañeros de trayecto, ya se sabe, ser humano puede molestar.
Iba pensando en todo esto mientras observaba este tipo de actitudes y uno de los pensamientos que se repetía en mi imaginación era: Como podría satisfacer mi deseo de comportarme como un ser humano, es decir, de persona que al encontrar a otro de su especie se siente un igual y genera complicidades?.
Justo en ese momento se detuvo el tren en una estación, que casi siempre se convierte en un lugar de distensión , y del andén entraron al vagón un señor con serias dificultades para caminar acompañado de una señora de la misma edad. En el momento de espontaneidad que me permitía asociar mi anhelo de humanidad con la posibilidad de ejercerla al sentir la dificultad de aquel hombre como mía, sobre todo en el recuerdo de cuando yo también estaba cojo, me levante apresuradamente, sin reflexionar en el gesto que estaba llevando a cabo, para ofrecer mi sillón al nuevo compañero de trayecto. Éste lo agradeció e hizo uso de él mientras la señora que le acompañaba se quedo de pie reclinada en el respaldo de los otros asientos. Allí me trasladé, me puse junto a la mujer y le hice un gesto de complicidad en el que me alegraba de que su acompañante estuviese cómodamente sentado mientras nosotros tendríamos, incluso, tras haber roto el hielo, la posibilidad de charlar de lo que fuese, de compartir nuestras experiencias al entendernos como seres iguales arrojados a la existencia.
La expresión de la señora y su silencio me hizo darme cuenta del silencio hegemónico en el que se estaba llevando nuestra acción, me di cuenta en un instante lúcido de que mi subjetividad y mis ganas de vivir no encontraban el lugar cómplice de otra subjetividad con la que compartir un momento humano para trascender el silencio.
Tras mi primer gran fracaso del día, observé que entre el señor que aceptó mi sillón y la viajera que ocupaba el opuesto, quedaba un lugar vacío al que nadie había prestado atención. En el gesto de volver a ser humano y las vulnerabilidades que conlleva romper la hegemonía del silencio, me dirigí a la señora para indicarle que junto a su compañero había un sitio libre y que si ella decidía no usarlo como tal lo haría yo.
La respuesta de la señora fue de nuevo algo inesperado para mí, sobre todo por tratarse de una persona con bastante más edad que yo, y con quien por costumbre suelo encontrar esa complicidad en una simple mirada y un gesto. Me sorprendió su respuesta, su actitud fue más bien la de asumir una orden con la expresión que le da forma a nuestro miedo. Aceptó la posibilidad de sentarse junto a su acompañante como si le estuviera proponiendo un asunto sospechoso ante el cual debemos actuar con precaución.
Una vez los dos se encontraban en sus asientos adyacentes que estaban situados frente a mi observé que me dirigían la mirada con un sorprendente y misterioso miedo a vivir que no alcanzaba a entender, eso sí, simulando que su mirada estaba fija en el cartel de las estaciones, uno de esos ángulos muertos que nos ofrece el metro para justificar nuestro miedo a vivir por encima de la hegemonía del silencio.


VIDA EN UN GESTO DE MIEDO

Subo al metro tras un satisfactorio día de trabajo artístico. Todos sabemos lo que ocurre en el metro de una gran ciudad. Pero no era exactamente el metro, era el sucedáneo invento de rescatar un transporte con algo más de sentido, se trata del tranvía, que el metro un día hizo antiguo y que su actual aparición deja al metro en otro lugar más oscuro, más enterrado, más incómodo.
Lo interesante de este medio de transporte es que gracias a sus afinidades formales con su homologo subterráneo nos hace viajar en él con la actitud enquilosada de perder la vista en los ángulos muertos, tiene ventanas donde se ve pasar la vida, pero su intransigente tripa de hierro nos sugiere no pretender complicidades más allá de una vaga mirada hacia el exterior. Los de afuera son los que existen como objetos de vida, pasean por la calle en libertad mientras nosotros tenemos que aceptar nuestro cautiverio momentáneo a favor de ser transportados sin demasiado esfuerzo.
Me gusta más el tranvía que el metro pero me sigue sorprendiendo como la actitud de mis compañeros de viaje se parece demasiado en uno y en el otro medio.
Este día en concreto sucedía algo nuevo en el interior del tranvía. Tres mujeres de procedencia indígena y con un niño que no alcanzaba el año charlaban entre ellas con una actitud que sobresalía del tono homogéneo del silencio por su conciente sentido del humor. Una de ellas, en concreto la madre de la criatura, narraba con exactitud de detalle, situaciones que estaba viviendo en el ámbito laboral que le parecían dignas de ser narradas con la intención de que se convirtieran en un modelo de aprendizaje para sobrevivir en este sistema de realidades, alejado en desmedida del suyo. A cada acotación que ésta mujer hacía sobre los pequeños detalles que iban generando el punto de vista de la narración la mujer de más edad respondía con una cálida y sonora carcajada en forma de complicidad y con un tono de sorpresa “ingenua” y a la vez crítica que dejaba en evidencia la Otra realidad, otro sistema de realidades, el nuestro, que ahora estaba en tela de juicio y que el silencio no era capaz de defender. Sin darse cuenta, o quizás haciéndolo, la mujer más joven estaba construyendo, en voz alta y con un humor sorprendente, un retrato de nuestra cultura con una definición tal que vislumbraba una sabiduría desconocida por nuestra sociedad al mismo tiempo que la reducía a una caricatura, se trataba del conocimiento que otorga la vida en sus experiencias más sutiles y la sabiduría de saber entender los factores universales que en ellas se encuentran. Sabiduría sin cátedra en occidente pero tan pragmática como el contraste que pudo observar mi capacidad crítica una vez salí del vibrante conjunto que ejercían las tres mujeres y que yo compartía con una sonrisa a la que ellas, en especial la más mayor, dio autoridad para existir como complicidad, o sea, me incluyó en el contexto del tranvía como sujeto, satélite de su círculo pero invitado a participar en el momento que lo deseara. Lo que pude ver desde allí fue el enorme contraste que existía entre las expresiones de vida de estas tres “otredades” y la hegemónica actitud de miedo, representado con una serie de miradas perdidas en el silencio que no encontraban consuelo ni siquiera en la representación de la vida que había en el exterior. La observación de este contraste entre la actitud hegemónica y despectiva respecto al Otro me hizo mirarme autocríticamente. En mi rostro había una expresión prohibida en la hegemonía del miedo, una sonrisa que no pertenecía a ninguna otredad clasificable por los tonos de piel, sexo ni por la calidad, composición u elección de los signos externos como la ropa, una otredad que solo era compartida y aceptada por las tres mujeres que estaban implantando en el tranvía, a través de sus críticas y sonrisas, unas imperantes ganas de vivir.
Mi reflexión quedó cortada por una acción trepidante de las tres mujeres y el hijo de una de ellas al llegar a la estación donde tenían que bajar. Una vez fuera del tranvía se dieron cuenta que se olvidaban un carro de la compra en el interior, estaba delante de mí, y en un gesto intuido, en una respuesta natural e inmediata y como gesto de complicidad, me levanté a coger el carro para acercárselo a la más mayor de ellas. Entre las risas que nos produjo la situación reconocimos en el otro a un igual, a alguien a quien la realidad de la vida interna que vamos construyendo con nuestras pequeñas narraciones es suficiente para hacernos olvidar, por un instante, que el trayecto tenía un objetivo.
Con las puertas ya cerradas y el tren en marcha busqué la mirada de aquella señora. Cuando la encontré, ella también estaba buscando la mía. Nos despedimos con placer de haber compartido parte del trayecto y al girarme hacía mi posición habitual me di cuenta que en ese momento estaba sólo, con una sonrisa sin motivo aparente, pensando que soy Otro y bajo la presión de pensar que quizás mis rasgos de hombre “normal” no me defienden en la diferencia. Eso sí, la sonrisa injustificada me duró hasta el fin del trayecto